martes, 19 de abril de 2016

La tempestad de la vida.

Llueve. Qué novedad, como si nadie pudiese ver desde las ventanas las impasibles gotas que chocan y contrario a su voluble comienzo, reposan mansas algunas; y conforme a su irascible voluntad, caen repentinas tantas otras.
Incluso aquel que no ve, lo sabe. Lo percibe en el grito fantasmal del viento azotando los árboles, en la estructura gimiente de su casa, en ese intenso aroma a humedad que se fuga por su nariz y lo envuelve de apacible calma. Es irónico que en esa vorágine de sentidos encontrase la paz; como aquel que perdido ya de toda cordura, se regodea del placer doliente en el ojo de la tormenta.
Y allí está el ciego del barrio, caminando por las calles ajetreadas, sin paraguas y con su fiel bastón blanco, recibiendo a la tempestad con los brazos abiertos. A diferencia de los que corren e insultan, él se toma su tiempo para saborear cada instante. Alza su vista muerta al cielo y sonríe, mientras las gotas lo golpean con vehemencia.
La gente a su alrededor no tiene tiempo para notarlo, y aquellos que se percatan de él, sólo le otorgan una juzgadora mirada de soslayo, en esa mezcla de pena y asco que la locura les es meritoria.
Pero esa gente es ciega. Y él lo sabe.
Es el único que lo sabe.
Recordó cuando le trataron de explicar los colores, una forma de describirlos es asociándolo a otros objetos. El rojo lo relacionaban al calor, la pasión y a la luz, una llama efímera y resplandeciente; el verde a la vida y la natura, a la suavidad de las hojas y el césped; y el gris a la dureza, el frío metal o la rugosa acera, a la monotonía y la ausencia de vida.
Y desde allí,  el creyó que las tormentas eran una mezcla caótica de rojo y verde. Una vida salvaje y voluble, que ruge desde las entrañas clamando su presencia. Enorme fue su sorpresa al enterarse que el cielo nublado era gris. Desde ese entonces, fue su color favorito.
Y fue en ese preciso instante, que supo que todas las personas eran un poco ciegas.
¿Cómo podían ver monotonía en el gris, cuando el cielo parecía más vivo con ese color? ¿No podían oír los rugidos de los truenos, el agua cayendo sobre la piel, las gotas rompiendo como marea contra la acera?
Cuando alzaba la vista, esa que sólo veía negro, de repente adquiría color. Un gris argénteo, con remolinos de matices que no paraban de danzar unos con otros. El cielo parecía respirar, y ese aire revolvía todo a su alrededor, indomable y voraz. Y trataba de acercarse a ellos, con caricias húmedas en sus mejillas y esa salvaje –y a la vez dulce– melodía.
En esos momentos, le gustaba ser ciego. Lo hacía sentir exclusivo, capaz de apreciar bellos colores que nadie más veía.

viernes, 16 de enero de 2015

Pesadilla.

El silencio lo es todo en aquel triste lugar. Es esa tranquilidad propia de la muerte, aquella caprichosa figura que siempre hacía estruendo con su presencia y dejaba un vacío tras su partida.
La habitación es pequeña y oscura, impregnada con el aroma acre e intenso del tabaco y el sudor. Su decoración austera consiste en paredes con pintura desconchada de color celeste, que en viejos tiempos había sido un tono bonito y relajante pero ahora está opaco y sucio, decorado por manchas de moho por aquí y por allá. Hay pocos muebles ubicados alrededor, una cama antigua con cabecera de hierro, un ropero al que le falta una puerta y un sencillo escritorio que se tambalea al más mínimo movimiento. Sobre la cama hay un bulto cubierto de mantas, coronado por una mata de despeinado cabello rubio.
Me apoyo sobre el alféizar de la ventana, fumando el doceavo cigarro de tabaco del día. Al igual que el resto del lugar, la vista del cuarto es deprimente: da a una calle solitaria y sucia, donde sólo hay vagabundos durmiendo en pequeños colchones raídos. Me gusta salir a la ventana y fumar, sentir el viento fresco y ver el cielo, tan negro como la tinta recubierto por puntos brillantes y distantes.Lo que me agrada es que es el mismo cielo para todos, seas rico o pobre, bueno o malvado. 
Escucho el crujir del colchón y el roce de las sábanas con la piel. Me giro justo para verla despertarse con un grito ahogado, confundida y agitada. Parpadea varios segundos y lágrimas solitarias recorren sus pálidas mejillas. 
- ¿Otra pesadilla? - pregunto.
Ella asiente en silencio.
- ¿Qué has soñado esta vez?
- Soñé que éramos felices - responde limpiándose las lágrimas con el borde de la sábana.
Doy otra calada al cigarro y niego con la cabeza.
- Eso no es una pesadilla.
Sus grandes y cristalinos ojos azules se posan sobre los míos. 
- Lo es - me contradice con seguridad -. ¿Y sabes la razón? Porque luego me he despertado. 

lunes, 5 de enero de 2015

Remembranza.

En este desolado lugar al que acudo para escribir las historias que me surgen en el momento cuando me nace hacerlo, no tengo días claves, horarios o compromisos: soy totalmente libre en el cuándo y también en el qué.
Es por eso que me uniré al numeroso grupo de los que han rememorado todos los momentos relevantes de su 2014 y con balanza en mano lo midieron, juzgando si fue o no un buen año. No sé porqué lo escribo, más aún cuando en este rincón jamás hablo directamente sobre mí. Supongo que quiero plasmarlo físicamente, darme la posibilidad para que unos años después pueda leerlo, viendo qué tanto ha cambiado mi vida, si es que lo hace. Probablemente lo haga.

¿Qué puedo decir de este 2014? 

Si tuviera que describir este año, imaginaría una larga carretera que bordea pacíficas costas e intrincados bosques, desolados desiertos y peligrosas montañas. En este extenso recorrido de 365 días, descubrí paisajes tan exóticos para mí - y mundanos para otros - que me cautivaron y deslumbraron con su belleza, que me permitieron saber que cada lágrima derramada valió la pena. 
Navegué en las profundidades misteriosas del océano y dejé que mi cuerpo flotara a la deriva, guiada por el curso del mar a tierras nunca antes vistas por mis ojos. Me perdí en su extraña fauna y no pude encontrar una salida. He volado por los cielos, magnánimos y perfectos, su suave brisa acunándome en dulces brazos que luego me han dejado caer. Y entonces me hundo, me ahogo esperando de nuevo alzar vuelo como un ave, sentirme libre y poderosa pensando que puedo atravesar las montañas con sus afilados picos. He recorrido desiertos y encontrado oasis, descansé sobre suaves praderas y me sentí plena, llena de dicha y paz. Aun lo hago. 
Acostumbrada a la estabilidad, fue difícil enfrentarme y adaptarme a las variadas situaciones que se presentaban inesperadamente frente a mí. Cometí errores. Muchos. Y fueron éstos la brújula que me guiaron a donde estoy ahora. No tiene sentido  arrepentirse de los  errores, sino aceptarlos y tomar lo mejor que encuentres de ellos.
Yo lo hice. Aprendí de mis errores y he madurado por ello, pero sobre todo acepté que esa montaña rusa de emociones va a seguir subiendo y bajando, imparable, inevitable. 
Fue así como decidí seguir viajando, abrazar la incertidumbre de no saber qué va a pasar.
He vivido momentos únicos y hermosos. Y aún me quedan muchos otros por conocer.
¿Qué más puedo decir?
Este viaje lo hago acompañada. 

Voy a estar bien.




jueves, 10 de julio de 2014

Castigo.

El escritor teclea con rapidez mientras da pequeños sorbos a su café. En la pantalla frente a él las palabras se unen unas con otras hermosamente formando una prosa que muestra increíbles aventuras.
Él escribe sobre actos heroicos, sacrificios y esfuerzos que jamás hizo alguna vez en su vida. Muestra paisajes paradisíacos, con abundante verde y cascadas cristalinas las cuales sólo puede ver soñando. Escribe sobre personajes valientes y aguérridos, auténticos luchadores que no dudan en enfrentar cualquier mal, que pelean a pesar del temor. Él, en cambio, es una persona enclenque y débil, temeroso de enfrentar sus propios miedos. 
Sus creaciones destacan al instante, siempre miran a los ojos con firmeza exhibiendo miradas expresivas y llenas de determinación. Él al contrario prefiere pasar inadvertido, agachar la cabeza y camuflarse entre el gentío, refugiarse bajo el ala segura del anonimato. 
Bebe otro sorbo de café, releyendo con detenimiento cada palabra. Su pecho se infló de orgullo admirando su creación: dramáticamente hermosa. Esa eran las palabras que mejor la describían.
Sus personajes tienen vidas duras, cargan con un peso que nadie más podría soportar pero aún así él envidia la entereza que muestran constantemente, la determinación de aferrarse siempre a sus ideales y no dejar de luchar, la nobleza que está impregnada en su ser.  
Como todo buen escritor, ya ha perdido el control de su propia historia, sus personajes se desenvuelven solos, eligen por su cuenta cada decisión que tienen que tomar. Él es sólo un mediador, un encargado de plasmar tales hazañas y, porqué no, aquel maldito destino que tanto se ensaña con ellos. 
Bien podría escribir que se han convertido en cobardes, que se han rendido ante una guerra que la lógica dicta como insuperable. Pero eso no tendría sentido y él tampoco quiere hacerlo; el escritor es consciente de su destino: vivir siempre bajo la sombra de sus hijos, a tan sólo poder imaginar increíbles hazañas que ellos hacen naturalmente, siendo él incapaz de acercarse siquiera a rozar tal valentía. 
Ese es su maleficio, su condena por querer jugar a ser Dios: ser capaz de imaginar historias increíbles que él jamás vivirá. 

sábado, 28 de junio de 2014

Regalo.


Hace tiempo que no escribo, no hay que ser genio para darse cuenta de eso, sólo basta ver la fecha de la última entrada de este blog. La facultad, la falta de inspiración, el cansancio, las responsabilidades sociales y demás, han hecho que descuidara este pequeño santuario personal. Y ahora escribo, sin saber qué, sin tener ninguna historia pensada, simplemente por el mero hecho de escribir algo.

Porque escribir es una necesidad, una que está inmersa en el código genético de cada miembro de la humanidad. Desde los comienzos de nuestra raza, hemos utilizado la escritura, ya sea como burdos dibujos de caza en las paredes, como unos elaborados jeroglíficos o como el lenguaje que utilizamos hoy en día, aquella suma de trazos que llamamos letras, las cuales articuladas forman palabras y su conjunto, oraciones. Es innato, hemos heredado esta necesidad insaciable de expresarnos por el escrito vaya a saber de quién, si de los simios, de Dios o de algún otro eslabón que permanece oculto. 

Si bien no sé de quién hemos obtenido esto, tampoco me importa, ¿para qué preocuparse por ese tecnicismo? Sea por la naturaleza o por un ser divino, hemos sido bendecidos, nos han dado un regalo único e invaluable. No sé si a todos les pasará igual, si es propio de mí o si sólo un selecto grupo en verdad sentimos la gracia de este don. 

Siempre amé escribir, a tal punto que cuando era chica, me resultaba sorprendente que no todos compartieran mi opinión. Lo he hecho desde que tengo memoria, fascinada con la idea de poder plasmar de alguna manera la variedad de mundos y vidas que habitan dentro de mi cabeza. El papel es un soporte, una validez para darle existencia, para objetivarlos y mostrarle al resto que son tan reales como yo los imagino; pero principalmente para demostrármelo a mí misma. Innumerables fueron las veces que me he deleitado con ese placer de sentir que creo una vida, una persona con una historia, con emociones, ideales y luchas. 

Y mientras mis personajes viven su propia historia, yo continúo con la mía, con esa montaña rusa de emociones que me hace reír y llorar con una simple vuelta, con un punto aparte del párrafo. Y ahí es cuando las palabras exteriorizan lo que siento y pienso, aliviando así en ese descargo el peso con el que carga mi cuerpo y parece hundirse. Entonces comienzo a ascender y floto tranquila en un mar cristalino que refleja mi alma, que muestra lo más profundo de esta fachada de carne y hueso. 

¿Cómo no amar este regalo? ¿Cómo ignorar la satisfacción de estar inspirado y tener una idea rondando en tu mente todo el día esperando ansiosa a ser expresada en palabras? ¿Cómo olvidar las horas de distracción que te ofrece, que te aleja de tus preocupaciones diarias para adentrarte en ese mundo que has engendrado? ¿O de esa sensación de libertad, de sentir que estás volando mientras ves como la hoja en blanco se llena de palabras, de ideas que se plasman hermosamente en oraciones? Cuando lo pienso, imagino un lugar donde no hay más que un terreno árido y desértico.  Entonces, con cada palabra, el aparentemente inexistente cielo se ilumina de pequeños puntos resplandecientes y plateados, las oraciones van formando ríos que recorren el suelo muerto y de repente, en sus bordes, pequeñas motas de verde nacen de la tierra agrietada, alzándose lentamente y creciendo hasta alcanzar todo su esplendor, algunos se convierten en manzanos, otros en limoneros, varios en jazmines, otro grupo en zanahorias y así con cientos de especímenes que no terminaría de mencionar jamás. En cuestión de minutos, es difícil ver alguna mancha en el suelo que no sea verde. Unos peces saltan en los ríos y se escucha el ulular de los búhos en la rama de los árboles, acompañado por el agudo aullido de los lobos a lo lejos. Ya es imposible distinguir la extensión de ese paraíso, mucho más recordar la tierra muerta de la cual nació. 

En el primer momento en que conocí este regalo, que me topé con él y aprecié la belleza del proceso de la creación, lo amé al instante, como si fuera algo inevitable. Porque escribiendo, no simplemente creo vida, no sólo me siento mucho más viva... yo vivo. 



jueves, 20 de febrero de 2014

A ustedes dos.

El trayecto desde mi casa hasta la facultad es lo suficientemente largo para que pueda disfrutar con calma leyendo un poco del libro que tenga entre mis manos en ese momento. El sonido rítmico de mis auriculares siempre me acompaña de fondo, musicalizando cada paso del protagonista y embelleciendo las palabras aún más de lo que es posible.

Casi nunca presto atención al recorrido, pero aproximadamente a los diez minutos de viaje alzo la cabeza y miro por la ventanilla. Y allí están esos largos paredones que cubren la manzana entera, con tres cuartas partes de su superficie pintadas burdamente de color blanco y algún que otro graffiti intruso que la decora.

No soy la única en el colectivo que los mira, distintos pares de ojos están puestos sobre ellos expectantes, esperando algo que jamás va a pasar.

Es inevitable que no piense en ustedes.  ¿Dónde estarán? Me gustaría verlos por un momento, grabar a fuego sus rostros en mi mente, recordar todos los detalles que los componen: cada arruga, cada mancha y cada cicatriz para así no olvidarlo jamás.

Las palabras se quedan atascadas en mi garganta, sabiendo que no hay llave que pueda liberarlas de su prisión.  Resignada, me limito a dejar que esas conversaciones pasen dentro de mi cabeza: decirle a ese hombre fuerte de campo – de manos grandes que siempre aferraban su escopeta de caza como si fuera parte de él –  que lo perdono y me disculpo, porque cometí ese error humano de considerarlo eterno, de olvidarme de todo ese tiempo que pude haber aprovechado. ( ¡Y cómo! Estoy segura de que si hubiera sido distinto, te habría reconocido aquella única tarde en la cual hablamos)

¿De qué hablaríamos? ¿Qué habríamos hecho? ¿Me habrías contado anécdotas tuyas?  ¿Tendría ahora un portarretrato con una foto mía en tus brazos?

¿Alguna vez te has cuestionado todo esto? Dudo que lo hayas hecho a menudo pero quiero creer que cuando hablamos, al menos por un ínfimo de segundo, éstas pasaron por tu mente.

Y al igual que vos, las preguntas quedan en el aire, viajan con el viento recorriendo todo el mundo que tienen a su alrededor sin descansar en ningún momento, siendo fieles a tu modo de vida de hombre de trabajo.

Me gusta imaginar que sos feliz. Sinceramente espero que lo seas, donde sea que ahora estés.

Y a vos, a ese pequeño hombre querido por todo el barrio, quiero decirte que me hubiera encantado conocerte y contagiarme de tu alegre modo de ser. Desearía ver esa mirada de orgullo que pondrías cuando contemplaras a tu familia o escucharte cantar en italiano, a la par del acordeón de tu hijo. ¿Sabías toda la letra de O Sole Mio de memoria? Aún sigo esperando que alguno de tus hijos se aprenda algo más que el estribillo.

No te conozco y nunca lo haré, pero entre charla y charla, siempre que tu nombre sale a relucir te recuerdan con mucha estima. Estoy segura que has sido un buen hombre y espero que sepas que guardaré con cariño tu pequeño legado

El semáforo se pone en verde y el colectivo avanza alejándose de aquel paredón blanco. Varios lo seguimos mirando expectantes, como si esperáramos que de repente aquellos que extrañamos salgan de ese cementerio con una sonrisa en su rostro, dispuesto a escuchar esas palabras que jamás serán dichas.

Y entonces vuelvo la vista a mi libro con esa maldita y estúpida pregunta rondando en mi mente: ¿Algún día, abuelos, podré decirles esto?  


  

martes, 18 de febrero de 2014

Día de los Enamorados.

Cada sociedad tiene sus reglas, normas de convivencia implícitas que permiten la convivencia de cada uno de sus miembros. Algunos las respetan al pie de la letra, otros no tanto pero todos la conocen, se aprenden al instante cuando otro miembro te adentra en esa selecta organización.

El submundo de los viajeros de colectivo – esos resistentes guerreros que pasan frío y calor y que constantemente luchan entre sí en una férrea lucha por el Santo Grial encarnado en el único asiento vacío – no es la excepción.

Las reglas son simples y la sabes desde niño, se aprenden desde que eres lo suficientemente consciente para entender lo que el otro dice y luego con la experiencia del viaje del día a día.

Ceder asientos a ancianos, discapacitados y embarazadas, eso es lo que te enseñan. Y luego le agregas lo que sigue, aquellas normas que nadie dice pero todos comprenden y cumplen: Siempre hay que tratar de conseguir los asientos más atrás posible de la puerta de entrada, hacerte el dormido cuando por fin logras sentarte en un viaje largo y repleto de gente, aferrarte a tus objetos personales como si la vida se te fuese en ello – mucho más si en verdad estás sedado bajo el efecto de Morfeo – y obviamente, aprovechar la bendita Sube para mentir con el precio del boleto.

El colectivo avanzaba velozmente esa fresca mañana del 14 de Febrero. Si bien era temprano, estaba repleto por todos los jóvenes que emocionados, pensaban disfrutar ese día con sus parejas, amigos o esa persona que les interesaba. Sentada en las filas del medio, los observé disimuladamente, sus voces moviéndose a destiempo con la música de mis oídos, sus ojos brillantes emocionados, incluso había un par de chicas mostrándose entre sí los regalos que compraron para sus novios.

¿Eso era el amor? ¿Ese aire juvenil, emocionado y activo? ¿Esas miradas llenas de emoción y nervios? ¿Las charlas animadas contando sobre los regalos para “él” o “ella”?

Me imaginé formando parte de ese grupo de enamorados, una chica bien arreglada, con esa expresión vivaz y llena de emociones, aferrando un paquete cuidadosamente envuelto en papel decorativo acorde a la fecha. La idea duró unos segundos, desvaneciéndose tan repentinamente como apareció, siendo reemplazada por una pareja de personajes valientes, llenos de miedo y desesperación, haciendo caso omiso a las súplicas de sus cuerpos maltrechos mientras se adentraban a las profundidades de un bosque en busca de libertad. La lluvia cayendo sobre ellos, con las gotas de agua mezclándose con el sudor y la sangre, acompañando las luces azules y rojas titilantes y las blancas destellantes que alumbraban tétricamente su camino.

La visión se interrumpió por un par de ancianos subiendo al colectivo. Siendo fiel a esas reglas de convivencia de este submundo, les ofrecí mi asiento con una amable sonrisa. El enfermero sentado a mi lado imitó mi acción no sin antes suspirar con cansancio. Ellos devolvieron mi gesto agradecidos, sentándose con las manos entrelazadas sin soltarse en ningún momento.

Los observé de reojo, aproximadamente rodaban entre los setenta y ochenta años, aunque los dos parecían ser tan activos como los jóvenes a su alrededor. Ambos se vieron a los ojos y si bien duró unos segundos, parecía como si el tiempo se hubiera detenido en ese preciso instante. Detrás de los ocelos castaños de ella podía verse a una niña de unos quince años, sonriendo con un rubor en sus pálidas mejillas ante la carta del apuesto hijo del carpintero. Una chica que en los próximos tres años creció rápidamente, convirtiéndose felizmente en una mujer casada y una fuerte madre, una que crió a su hijo valiéndose sola; llorando durante las noches con las cartas de su esposo estrujadas contra su pecho y el intenso aroma de la cera derretida en su nariz de la vela que día a día rezaba a Dios. Podía verla a la perfección, a esa mujer que esperaba ansiosa otra carta, otra prueba concreta de que su esposo seguía vivo en la guerra y que rezaba por verlo de nuevo cada medianoche.

Y los zafiros de él no se quedaban atrás. Grandes y expresivos, dos persianas del color del cielo que reflejaban a un muchacho con uniforme militar escribiendo una carta a su amada bajo la mortecina luz de la vela. Que mostraban a ese hombre con una máquina de afeitar en su mano, pasándola sobre la cabeza de su esposa mientras ella lloraba viendo los últimos restos de su negra cabellera caer frente a sus ojos. Un llanto desconsolado que sólo se detuvo cuando él la abrazó y le dijo que era la mujer más hermosa de su vida y ella se aferró a su ancha y robusta espalda, marcada por el trabajo exhaustivo que hacía para pagar los costosos medicamentos y tratamientos contra el cáncer.

Ambos se rieron de un chiste personal y privado, uno que salía a flote con sólo ver el rostro del otro, sin necesidad de palabras.

No me atreví a preguntarles por lo que nunca supe de qué se reían.

Sólo sé que en esa mirada cómplice que aprecié como un tercero, allí donde sus ojos se encontraron, vi de verdad al amor.