Llueve. Qué novedad, como
si nadie pudiese ver desde las ventanas las impasibles gotas que chocan y
contrario a su voluble comienzo, reposan mansas algunas; y conforme a su
irascible voluntad, caen repentinas tantas otras.
Incluso aquel que no ve, lo
sabe. Lo percibe en el grito fantasmal del viento azotando los árboles, en la
estructura gimiente de su casa, en ese intenso aroma a humedad que se fuga por
su nariz y lo envuelve de apacible calma. Es irónico que en esa vorágine de sentidos
encontrase la paz; como aquel que perdido ya de toda cordura, se regodea del
placer doliente en el ojo de la tormenta.
Y allí está el ciego del barrio, caminando por las calles ajetreadas, sin paraguas y con su fiel bastón blanco, recibiendo a la tempestad con los brazos abiertos. A diferencia de los
que corren e insultan, él se toma su tiempo para saborear cada instante. Alza
su vista muerta al cielo y sonríe, mientras las gotas lo golpean con
vehemencia.
La gente a su alrededor no
tiene tiempo para notarlo, y aquellos que se percatan de él, sólo le otorgan
una juzgadora mirada de soslayo, en esa mezcla de pena y asco que la locura les
es meritoria.
Pero esa gente es ciega. Y
él lo sabe.
Es el único que lo sabe.
Recordó cuando le trataron
de explicar los colores, una forma de describirlos es asociándolo a otros
objetos. El rojo lo relacionaban al calor, la pasión y a la luz, una llama efímera
y resplandeciente; el verde a la vida y la natura, a la suavidad de las hojas y
el césped; y el gris a la dureza, el frío metal o la rugosa acera, a la
monotonía y la ausencia de vida.
Y desde allí, el creyó que las tormentas eran una mezcla
caótica de rojo y verde. Una vida salvaje y voluble, que ruge desde las entrañas
clamando su presencia. Enorme fue su sorpresa al enterarse que el cielo nublado
era gris. Desde ese entonces, fue su color favorito.
Y fue en ese preciso
instante, que supo que todas las personas eran un poco ciegas.
¿Cómo podían ver monotonía
en el gris, cuando el cielo parecía más vivo con ese color? ¿No podían
oír los rugidos de los truenos, el agua cayendo sobre la piel, las gotas rompiendo
como marea contra la acera?
Cuando alzaba la vista, esa
que sólo veía negro, de repente adquiría color. Un gris argénteo, con remolinos
de matices que no paraban de danzar unos con otros. El cielo parecía respirar,
y ese aire revolvía todo a su alrededor, indomable y voraz. Y trataba de
acercarse a ellos, con caricias húmedas en sus mejillas y esa salvaje –y a la
vez dulce– melodía.
En esos momentos, le
gustaba ser ciego. Lo hacía sentir exclusivo, capaz de apreciar bellos colores
que nadie más veía.